Myriam Rozengurt escribe, publica y traduce


Myriam Rozengurt
mrozengurt@hotmail.com


El Mar


Creo que fue verdad. O, tal vez, me lo inventé para poder seguir en carrera. El día había sido duro y la noche prometía ser tan dura como el maldito día.

El despertador a las seis de la mañana. La ducha matinal casi fría para quitarme de encima las seis horas mal dormidas de otra noche insoportable. Sueños tan reales y tan crudos como la misma realidad. Personas que se gritan para comunicarse, pero no se escuchan. Ruido que hace las veces de música. Noticieros que desinforman. Niños que trabajan. Adultos que malgastan sus vidas entre las drogas y el alcohol. Mi jefe que cree que lo puedo todo…

Hay noches en las que dudo si he logrado dormir más de tres minutos seguidos. ¡Creo que necesito vacaciones! ¿Qué será? ¿Vacaciones? ¿Un cambio radical de vida? ¿Mudarme? Tal vez, todo. Tal vez, nada de eso. Huir no es la solución, y lo sé. Pero, ¿qué hacer? otra noche. Ese sueño que me ha acompañado durante las últimas dos semanas.

Estoy en la cama. Acompañado. Estoy sentado. Leo un libro. Ese libro es iletrado. Sin imágenes. Sus tapas y hojas se transforman en un pañuelo blanco inmaculado que se pega en mi boca y la cubre junto con mi nariz. No logro respirar. Me ahogo. Mi respiración se agita. El pañuelo sigue allí.

Me he despertado empapado en sudor noche tras noche. Durante las últimas dos semanas.

Sonó el despertador a las seis. Era como si no hubiera dormido. Llamé a mi jefe y di parte de enfermo. No podía presentarme en el trabajo en ese estado y no podía seguir así. Ni un solo día más. Dejé el apartamento con una mochila al hombro. Subí a la moto y arranqué. Sólo me detuve un par de veces para cargar nafta. Un largo viaje me esperaba. El destino: la playa. Anduve por más de tres horas.

Llegué a la playa a esa hora del día en la que el sol calienta en toda su intensidad. No me importó. La playa estaba desolada. Ni un ser vivo a varios kilómetros a la redonda. Mejor. La arena hervía. Caminé hacia la orilla. El mar oceánico helado me cortaba la circulación. Nada iba a impedir que hiciera lo que había venido a hacer.

Me quedé un largo rato en la orilla. Quería acostumbrarme a la temperatura del agua. Ésta masajeaba mis tobillos. Las olas acercaban y alejaban mis problemas una y otra vez. Un cardumen de peces pequeños pasó por mi lado. Llamaron mi atención por un momento. Pero, desaparecieron tan rápido como habían aparecido. El mar seguía acariciando mis tobillos y susurraba una tierna canción en mis oídos. El sol calentaba mi cuerpo cada vez más. El agua ya no parecía tan fría. Mi respiración era tranquila y mi mente se iba apaciguando. De a poco fui entrando al mar. Cuando el agua cubrió mi cintura, me zambullí para refrescarme por completo.

El sonido del mar. Las olas. La paz de la naturaleza. El sol radiante. El cielo celeste claro, completamente despejado. Limpio como la arena y como el mar. Todos fueron testigos. Mudos. Lejanos. Ajenos. Ninguno intervino para ponerme freno. Nadé un largo rato. Me sumergí y salí a la superficie varias veces. Mis músculos respondieron sin problema. El mar me invitaba a quedarme. No sentía ni frío ni calor. Mi cuerpo reaccionó  favorablemente a cada prueba a la que lo sometí. Comencé a sumergirme cada vez más profundamente y por más tiempo. A medida que iba bajando a las profundidades mi mente se iba desahogando. Me sentía feliz. Desintoxicado. Fuerte. Un pañuelo blanco inmaculado rozó mi rostro. Siguió de largo

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Sonó el despertador a las seis de la mañana. Me levanté de un salto. Me duché. Me preparé un rico desayuno. Me sentía bien. Muy bien. Mi mente, libre. Mi cuerpo, fuerte.

Creo que fue verdad. O, tal vez, me lo inventé para poder seguir en carrera.


                                               Fin